Érase una vez una princesa que conoció a su príncipe azul. Érase una vez una princesa que con su belleza cautivaba a todos y cada uno de los hombres que tenían la dicha de cruzarse con ella. Era tan, pero tan hermosa, con su piel de porcelana y su rostro cincelado, que hasta los monstruos más temibles observaban con gran anhelo y resquemor como ella se enamoraba de un apuesto caballero de reluciente armadura y noble porte.

Érase una vez una princesa que vivía en un mundo ideal, con su príncipe ideal y su villano ideal.

Seguramente, este argumento os suena. Seguramente, os criasteis con cuentos similares. Y puede que alguno hasta desease que su vida se le pareciera. Cuando, con seis años, le dije a mis padres que de mayor quería ser como Blancanieves, me contestaron que no necesitaba ser la princesa de otro cuento porque ya era la del mío propio. Me dijeron que algún día conocería a mi príncipe azul, que algún día me enfrentaría a mi propio dragón y que, algún día, lo vencería.

De lo que no me advirtieron fue de que el mundo en que viviría sería cruel, que mi príncipe permanecería ignoto durante muchísimo tiempo y que mi villano vestiría una lustrosa armadura con destellos azules.

Esta historia no empezó hace mucho tiempo, ni se desarrolla en un lugar muy lejano e inaudito. La protagonista no es ninguna persona distinguida, ni conocida, ni importante. Nadie ha querido nunca poseer su belleza. Nadie ha deseado jamás cerciorarse de si calza el zapato de su misteriosa amada. Y dudo que alguien aguardase impaciente su turno para demostrar su valía y tratar de conquistar su corazón. Aun así, la ingenua muchacha no perdía la esperanza de que, llegado el momento, conocería a una persona que vería más allá de su apariencia y estatus social. Y lo hizo. La conoció y la confundió con algo que no era, condenándose sin saberlo a un largo suplicio del que no saldría indemne.

Quizás fuesen sus embaucadores cumplidos los culpables de la aparición de sentimientos que creía recíprocos. O puede que fuese la amena atención que le prestaba, y que hasta ahora no había recibido de nadie con quien no compartiera sangre. Fuera lo que fuese, el muchacho consiguió cautivarla en muy poco tiempo. No debía de ser mucho más mayor que ella. Mandíbula cuadrada, espalda ancha y una capacidad de manipulación envidiable que sacó a relucir con el tiempo.

Las primeras semanas, cuando estaban juntos, él la abrazaba y le susurraba al oído cumplidos melosos que dejaban a la chica suspirando y agradeciendo su buena fortuna. Poco después, mientras la muchacha soñaba con su “y fueron felices para siempre”, el recién nombrado, por la mente de la chica, príncipe con honores, se tomó un descanso del que nunca regresó.

Los abrazos se convirtieron en agarres posesivos; los susurros, en quejas incoherentes y demandas injustificadas que la muchacha complacía. Posteriormente, se manifestaron los irracionales celos que la chica intentó evitar alejándose de todo y todos, y prestándole más atención al hombre que le otorgaba tal cantidad de felicidad y amor.

Entonces llegó el dragón. O, mejor dicho, los dragones. Hórridas criaturas que pertenecían al pasado de la princesa y que, impulsados por la envidia, trataban de separar a la joven y venturada pareja. Tanto empeño pusieron en eliminar un posible final feliz, que irrumpieron en su boda y trataron de llevarse a la novia, la cual, ese mismo día, lucía capas adicionales de maquillaje para cubrir el cardenal que había quedado tras chocar con una puerta. Una puerta singular porque también le había dejado marcadas las muñecas.

Tres meses después, el supuesto príncipe se había despojado de toda su armadura. En su lugar, apareció una gruesa y férrea piel. La espada, la lanza y el escudo, habían quedado olvidadas. Ahora todo lo que podía ver eran largas garras oscurecidas y dientes afilados junto a una lengua viperina.

El verdadero monstruo había llegado y ahora que podía advertirlo con claridad, no dejaría de luchar hasta poder reencontrarse con sus príncipes, los cuales, aún habiendo recibido años de ira y resentimiento, nunca dejaron de amarla y desear que algún día abriera los ojos volviera con ellos. Con su familia. Al fin y al cabo, todos los príncipes comparten, o al menos deberían compartir, una misma cualidad: amor incondicional que permite llegar al “y fueron felices para siempre”.

Noa Jiménez
4t ESO
1r premi de narració 2n cicle